Fábulas de Esopo

El avaro y el oro

En un pueblo muy humilde vivía un hombre que era muy avaro y siempre buscaba economizar al máximo todo lo que tenía. Tal comportamiento rayaba en el mal gusto, pues a costa de no gastar, hacía verdaderas ridiculeces. Todo el tiempo comía de manera raquítica y se obligaba a achicar el estómago, con tal de no ir a comprar más comida. Sus ropas habían sido remendadas hasta el cansancio, pues nunca quería conseguirse nuevas y ni que decir de sus zapatos, agujereados y en mal estado.

Pero a él le gustaban así, pues no había cosa que le causara más terror en el mundo, que el hecho de gastar.

Un día, mientras caminaba por un prado cercano a su casa, encontró una olla repleta de monedas de oro y los ojos se le iluminaron de pura codicia.

—¡Cuánto dinero, jamás había visto tantas riquezas juntas en toda mi vida! —exclamó.

Con aquello bien podría haberse dado una vida de rey y dejar de escatimar tanto. Sin embargo, en lugar de ser tan avaricioso, el hombre decidió llevarse la olla de oro y enterrarla en un hoyo muy profundo, bajo un árbol que marcó de manera discreta.

Así, todas las tardes el hombre acudía a mirar su tesoro y se quedaba contemplándolo por horas, pero nunca gastaba un centavo. Se regodeaba al saberse dueño de aquellas monedas que no aprovechaba.

No se dio cuenta de que uno de sus vecinos, extrañado por verlo salir de casa de forma tan sigilosa todos los días, comenzó a vigilarlo y un buen día, decidió seguirlo para ver que era lo que ocultaba. Grande fue su sorpresa al ver el oro enterrado y al avaro hombre que solo lo miraba por largo tiempo.

Cuando volvió al día siguiente, su mundo se derrumbó al ver que las monedas habían sido desenterradas. Su vecino, más astuto que él, se las había llevado y había huido del pueblo.

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Iría a vivir como rico en un lugar diferente.

El hombre avaro cayó de rodillas al suelo y lloró amargamente, lamentándose a los cuatro vientos por lo injusta que era la vida.

Pasó a su lado un viejo muy sabio que vivía en la aldea y le preguntó cual era su problema. Lleno de resentimiento, él le contó todo lo que había pasado, maldiciendo una y otra vez su pobreza. El anciano entonces tomó una roca y se la dio.

—Toma esta piedra y entiérrala donde antes, finge que es oro y vuelve a contemplarlo —le dijo—. Vas a ver como es el mismo, ya se trate de oro o no. Pues de todas maneras, nunca habrías hecho un buen uso de aquellas monedas.

El hombre de este cuento corto, con pesar, se dio cuenta de que tenía razón.

Moraleja: Nunca le des valor a las cosas por su aspecto, sino por la utilidad que tienen. Tener cosas lindas es bueno pero que sean útiles es mucho mejor. Si tú no aprovechas las bendiciones que la vida te da, llegará otro que lo haga por ti.

El avaro y el oro 1

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