Fábulas de Esopo

El águila y el escarabajo

Hubo una vez una liebre que tuvo que escapar a toda prisa por el campo, pues un águila voraz iba tras ella. La liebre llegó exhausta hasta el refugio de un pequeño escarabajo a quien le pidió ayuda. Y a pesar de su diminuto tamaño, el insecto salió para hablar ante el ave y pedirle que dejara ir a su amiga.

—Perdónale la vida, por favor —le dijo—, ella aún es joven y tiene todo un camino por delante. Seguro puedes encontrar una presa más anciana, a quien morir le de lo mismo. Verás, en este lugar hay muchos animales que ya están achacosos y no pueden valerse por sí mismos.

Pero el águila, lejos de conmoverse, miró con desdén al escarabajo mofándose de su tamaño.

—¿Cómo te atreves a hablar ante mí, tú que eres tan insignificante? Podría aplastarte con una de mis patas si me da la gana —le dijo—, haré lo que quiera con esa liebre, es mi presa. Y ahora, fuera de mi camino, antes de que te mate a ti también.

Y dicho esto, tomó a la liebre y la devoró delante del asustado escarabajo.

Este volvió a su refugio a toda prisa, pero no para esconderse, sino para planear su venganza. Su amiga había sido devorada y esa arrogante águila se había burlado de él. Las cosas no podían quedarse así.

A partir de ese momento, el escarabajo astuto comenzó a fijarse en donde ponía el ave sus huevos. Y cada vez que hacía un nuevo nido, el trepaba hasta él y hacia rodar cada huevo para que se estrellara contra el suelo. No importaba que tan alto estuvieran, siempre conseguía llegar hasta ellos.

Desesperada, el águila le pidió ayuda a Zeus, el dios de los truenos. Zeus le dijo que si quería mantener sus huevos a salvo, podía colocarlos en sus rodillas.

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—A mí no me molesta que hagas tu nido aquí, así podré vigilarlos igual que al resto de la Tierra —le aseguró él.

El águila, muy contenta, aceptó su ofrecimiento, pensando que ahí nada les pasaría.

Pero no contaba que el escarabajo era demasiado inteligente. El pequeño insecto hizo una bola de lodo y la cargó sobre su espalda. Luego se fue volando hasta la casa del dios. Al verlo sentado en su trono, dejó caer su carga encima de su regazo y Zeus mostró una mueca al ver aquella suciedad. La barrió con su mano abruptamente, provocando que también se cayeran los huevos.

Y entonces, el águila supo que no encontraría nunca un escondite seguro para sus polluelos. Se había ganado un enemigo más poderoso de lo que sospechaba.

Desde ese día, nunca volvió a subestimar a ninguna criatura, por más pequeña que fuera.

Moraleja: La fuerza y el tamaño no lo son todo, pues la astucia siempre encontrará la manera de ganarles. Por eso, no desprecies a nadie si es más pequeño o más débil que no. Nunca sabes si un día podrán darte una lección, encontrando tus debilidades.

El águila y el escarabajo 1

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